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el más sutil creador de imágenes
#1 Con razón Kabawata decía de Mishima que tenía una «capacidad milagrosa» para jugar con las palabras y hechizar la atención de sus lectores. El gran escritor no entendía cómo él disponía de un premio Nobel y Mishima, «un talento que surge una vez cada doscientos años», apenas era leído en su país. Quizás se explique de alguna forma por la acendrada espiritualidad de Mishima, su fervor patrio y su sentido del honor samurái. Difícilmente le hubieran concedido el Nobel a un fascista reconocido como Louis Ferdinand de Céline, asombroso escritor también, o a un delicioso y a veces trivial Scott Fitzgerald, más preocupado de veranear en la Riviera francesa y de que su mujer no lo acusase de homosexualidad junto con Hemingway, mucho menos a alguien que se avergonzaba de la decadencia moral, la crisis de valores, la caída en picado de la juventud, el hundimiento de un mundo que para él era idílico y cuyos cimientos se asentaban en la honradez y la meditación. Por supuesto todo esto era falso, y se hubiera entendido mejor con un medianamente cínico «me hago mayor y todo lo que desconozco de una sociedad diferente me asusta y me preocupa», pero lo que con tanta claridad evidenciaba en sus libros, algo parecido a lo que le pasaba al loco Dostoieski, él era incapaz de aplicarlo a su vida cotidiana. Las posturas de un honor falaz y de salón son constantemente ridiculizadas en todos sus libros, siempre acaban cediendo ante la sensualidad desbordante y la lujuria; la meditación trascendental y la pétrea calma se troca en impaciencia y desazón. La caballeroridad y la sumisión de la mujer, que él mismo consideraba pilares eficaces de una sociedad sana, se muestran estériles y subyugadas a una primitiva lucha de sexos en las que las relaciones de pareja se definen por la dominación y la competitividad pueril. Y esto solo pasa con los más grandes. Igual que el conde Tolstoi en Yasnaia Poliavna pontificaba sobre la emancipación de los siervos y se convertía en un grotesco monigote considerado un demente por los de su clase aristocrática y un extravagante por los campesinos y siervos (de nuevo la imagen en la que él mismo cree queda despojada de dignidad y es sometida a un cruento examen literario en Hadji Murad), Mishima es considerado un extravagante entre los escritores japoneses, un ultraderechista entre los políticos, un rancio entre la juventud. Él mismo cree en la coherencia interna de un mundo inexistente y para adherirse a ella, o para encontrar una metacoherencia, no se le ocurre nada mejor que practicarse el hara-kiri, con cuarenta y cinco años, y miles de páginas inéditas que jamás leeremos. Un final apropiado para un loco, inapropiado para un genio y un ser humano, excesivo para lo que pretendía conseguir, si es que algo pretendía. Lo asombroso es que de sus libros (Nieve de primavera, Caballos desbocados, Después del banquete, El rumor del oleaje, La corrupción de un ángel, El color de lo prohibido...) se desprende una calidez tangible, un dominio de la lengua que le permite jugar con las imágenes más sensibles, más luminosas, y convertir la diversión en tragedia o la homosexualidad en parodia, o el matrimonio en algo ilegítimo en cuestión de un párrafo. La vividez de las imágenes se queda grabada, más que en la mente, en la retina del lector y uno cree con el paso de los años que lo que leyó de Mishima lo está recordando de algún fotograma de alguna película olvidada. Y también asombra aún más que la evidente distinción entre arte y vida no sea reconocida nunca por la institución sueca: ¿a quién le importa lo que pensara él, o cómo acabara sus días? Importan para siempre ya sus personajes luminosos, sus paisajes inventados que crean una nueva realidad (como ocurre con el París de Rayuela) y dicen algo increíble de los personajes que los transitan, la soledad entendida en su amplia plétora de posibilidades, la lucha de sexos que no ceja ni aún en los últimos estertores... Como dijo Kabawata: «Un escritor milagroso».