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Estos son los comentarios que ha envíado rubénmuñozherr

 
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Para el libro: MALABARES"

#1 No hay sinopsis del libro, pero creo que es lo de menos. Mi intención (y por la gran cantidad de improperios y rechazos que engendró, creo que lo logré) fue despistar al lector y seleccionar a aquellos/as que intuían que lo que se estaba narrando trascendía la anécdota divertida y gamberra. Tan solo tres o cuatro personas entendieron de qué se hablaba: de por qué un escritor acaba siendo escritor (sí, ya sé, no se decía explícitamente, para eso ya está Pérez Reverte). Sigue siendo una gran satisfacción para mí haber escrito este libro y haberme liberado de tantos demonios (sí, de Alberto entre otros) y por qué ningún otro ámbito le funciona. Salute, viejos.

Me gustaNo me gustaFecha: 21/06/2014 22:06 // Votos: 0 // Karma: 6
 
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Para el libro: NIEVE DE PRIMAVERA (4ª ED.)"

#1

Con razón Kabawata decía de Mishima que tenía una «capacidad milagrosa» para jugar con las palabras y hechizar la atención de sus lectores. El gran escritor no entendía cómo él disponía de un premio Nobel y Mishima, «un talento que surge una vez cada doscientos años», apenas era leído en su país. Quizás se explique de alguna forma por la acendrada espiritualidad de Mishima, su fervor patrio y su sentido del honor samurái. Difícilmente le hubieran concedido el Nobel a un fascista reconocido como Louis Ferdinand de Céline, asombroso escritor también, o a un delicioso y a veces trivial Scott Fitzgerald, más preocupado de veranear en la Riviera francesa y de que su mujer no lo acusase de homosexualidad junto con Hemingway, mucho menos a alguien que se avergonzaba de la decadencia moral, la crisis de valores, la caída en picado de la juventud, el hundimiento de un mundo que para él era idílico y cuyos cimientos se asentaban en la honradez y la meditación.

Por supuesto todo esto era falso, y se hubiera entendido mejor con un medianamente cínico «me hago mayor y todo lo que desconozco de una sociedad diferente me asusta y me preocupa», pero lo que con tanta claridad evidenciaba en sus libros, algo parecido a lo que le pasaba al loco Dostoieski, él era incapaz de aplicarlo a su vida cotidiana. Las posturas de un honor falaz y de salón son constantemente ridiculizadas en todos sus libros, siempre acaban cediendo ante la sensualidad desbordante y la lujuria; la meditación trascendental y la pétrea calma se troca en impaciencia y desazón. La caballeroridad y la sumisión de la mujer, que él mismo consideraba pilares eficaces de una sociedad sana, se muestran estériles y subyugadas a una primitiva lucha de sexos en las que las relaciones de pareja se definen por la dominación y la competitividad pueril.

Y esto solo pasa con los más grandes. Igual que el conde Tolstoi en Yasnaia Poliavna pontificaba sobre la emancipación de los siervos y se convertía en un grotesco monigote considerado un demente por los de su clase aristocrática y un extravagante por los campesinos y siervos (de nuevo la imagen en la que él mismo cree queda despojada de dignidad y es sometida a un cruento examen literario en Hadji Murad), Mishima es considerado un extravagante entre los escritores japoneses, un ultraderechista entre los políticos, un rancio entre la juventud. Él mismo cree en la coherencia interna de un mundo inexistente y para adherirse a ella, o para encontrar una metacoherencia, no se le ocurre nada mejor que practicarse el hara-kiri, con cuarenta y cinco años, y miles de páginas inéditas que jamás leeremos. Un final apropiado para un loco, inapropiado para un genio y un ser humano, excesivo para lo que pretendía conseguir, si es que algo pretendía.

Lo asombroso es que de sus libros (Nieve de primavera, Caballos desbocados, Después del banquete, El rumor del oleaje, La corrupción de un ángel, El color de lo prohibido...) se desprende una calidez tangible, un dominio de la lengua que le permite jugar con las imágenes más sensibles, más luminosas, y convertir la diversión en tragedia o la homosexualidad en parodia, o el matrimonio en algo ilegítimo en cuestión de un párrafo. La vividez de las imágenes se queda grabada, más que en la mente, en la retina del lector y uno cree con el paso de los años que lo que leyó de Mishima lo está recordando de algún fotograma de alguna película olvidada. Y también asombra aún más que la evidente distinción entre arte y vida no sea reconocida nunca por la institución sueca: ¿a quién le importa lo que pensara él, o cómo acabara sus días? Importan para siempre ya sus personajes luminosos, sus paisajes inventados que crean una nueva realidad (como ocurre con el París de Rayuela) y dicen algo increíble de los personajes que los transitan, la soledad entendida en su amplia plétora de posibilidades, la lucha de sexos que no ceja ni aún en los últimos estertores... Como dijo Kabawata: «Un escritor milagroso».

Me gustaNo me gustaFecha: 21/06/2014 21:59 // Votos: 0 // Karma: 6
 
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Para el libro: EL PÉNDULO DE FOUCAULT"

#5 Hace muchos años una amiga en la facultad me habló de un libro de Umberto Eco que le había causado una honda impresión... de vacío. Dijo algo así como: «He recorrido, durante las cien páginas que he soportado de su lectura, muchas emociones: del cero al uno». O algo así, ya sabéis que la memoria extrae sus conclusiones desde la fragmentación (y ahora la neurología habla de que los recuerdos surgen de distintas zonas) y casi siempre crea espectros que nos parecen reales. Vamos, que me lo estoy inventando.
    Pero debo decir de mi amiga que era, y es, cristiana convencida, cursaba ciencias empresariales y no solía reírse de sí misma (de mí sí se reía con frecuencia, la muy jocosa). Cuando me encontré en la librería en ese espacio de nadie en el que lo mismo te capta un libro de Magda Zsabor como otro de Stephen Hawking y sus fullerenos, vi el lomo de este libro de Umberto Eco en la magnífica edición (salvo por el encuadernado) que presenta DeBolsillo. Y me vinieron a la mente las críticas de mi amiga. Ahora veo que nunca le estaré lo suficientemente agradecido por haber accedido a él gracias a su desencanto.
    Desde las primeras páginas ya se desprende un delicado tufo a imprecaciones contra el lector impaciente, que va buscando una respuesta o identificarse con algo de lo que lee o que cree que esto debe ser algo serio. Por momentos aparecen Borges, Lovecraft, Derleth y Joyce narrando como si Eco se hubiera difuminado entre sus párrafos; pero no se ha ido, y el pavor que debe sentir este hombre a tomarse en serio a sí mismo se convierte en un frontón insalvable para el que crea que el autor está escribiendo para él.
    Los personajes, tan inmortales Jacopo Belbo y el autoproclamado judío porque sí, Diotallevi, como la Berthe Trepat de Cortázar o el Castorp de Mann, transitan entre la erudición más desternillante y la burla más cruel, la desmitificación más dogmática que pone de relieve la conversión del racionalismo en otra religión más, e incluso la posibilística cuántica.
    Imaginaos a un tipo que quiere informarse sobre los libros publicados que tratan «el tema que cualquier loco, ineluctablemente, sacará en cualquier conversación: los templarios», y la respuesta del editor de Garamond, Jacopo Belbo.
Escuche esto, señor, lo tomo al azar de este autor novel: «La prueba de que existió la expedición de la Orden del Temple a Escocia reside en que hoy, 650 años después, hay en el mundo órdenes secretas que dicen descender de la Milicia del Temple. ¿Cómo explicar de otra manera la continuidad de esa herencia».
¿Se da usted cuenta? ¿Cómo es posible que no exista el marqués de Carabás, puesto que hasta el gato con botas decía servirle?
Cuando un libro te provoca lágrimas de risa en el Metro o en un parque, es que es un gran libro. Umberto Eco sabe hacer pensar, aunque quizá ni siquiera ese sea su objetivo, pero te replanteas situaciones olvidadas y admiras la magia de su pluma, su sarcasmo a veces pueril pero siempre sicofántico, la evidente toma de partido entre la voluntad de crear y la voluntad de poder, y sobre todo, el estudio más profuso que se ha hecho (junto con quizá la obra de Nabokov) sobre el inefable misterio de la creatividad humana. Gracias, don Umberto.

Me gustaNo me gustaFecha: 21/06/2014 21:53 // Votos: 0 // Karma: 6
 
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Para el libro: TRILOGIA AMERICANA (CONTIENE: PASTORAL AMERICANA; ME CASE CON UN COMUNISTA; LA MANCHA HUMANA)"

#1

Si hacemos caso de la máxima de Milán Kundera, «la novela es el terreno de las paradojas terminales de la existencia, un ámbito que ni la política, ni la psicología, ni ninguna teoría sociológica puede explicar, un terreno que tiene por objeto volver a formular preguntas que ahondan en la incertidumbre y liviandad del ser sin contestarlas en absoluto» habría que ir pensando en agradecer, al menos, con un premio Nobel de las letras el ímprobo y titánico esfuerzo de Phillip Roth. Una segunda relectura de    Pastoral americana sorprende por su frescura y profusión e inmediatamente te imbrica con las apasionantes cosmogonías de la mediocridad y el auto-engaño que suponen       El teatro de Sabbath, La mancha humana o Me casé con un comunista. ¿Cómo lo hace Phillip Roth para contar básicamente la misma historia, relatar las vivencias de los mismos o parecidos personajes, y seguir manteniendo el interés en sus letras? Parece que una extraña habilidad secunda los magistrales hilos narrativos de Roth con un campo electromagnético que oculta con frazadas de energía el interior de sus personajes, y cuanto más nos acercamos a ellos, más insinúa que hay en el interior, pero menos muestra, hasta que solemos descubrir que ni siquiera el narrador identificado (generalmente su alter ego Nathan Zuckerman) sabía tanto como creía saber.

Es cierto que esta selección de lectores altera (e irrita) a una gran parte de la crítica literaria, y en Estados Unidos (como en cualquier democracia liberal bajo la égida del capitalismo de mercado) la literatura no es impermeable a las necesidades de las grandes editoriales. Pero si esta vuelta de tuerca literaria es tan evidente (y reconocida) en autores como Juan Carlos Onetti o Henry James, en Philliph Roth, por más que uno ha leído muchos de sus libros, incluso por más que se han leído más de una vez, uno sigue esperando... que el final sea otro; que el protagonista madure, que los problemas prostáticos no impliquen un descenso de la libido masculina, etc. A Philliph Roth no es fácil verle el artificio, porque los contrapuntos psicológicos están utilizados con una sutilidad tan sublime que uno siempre espera que el equilibrio y la simetría aneguen las vidas de sus personajes cuando son tan marginales e interesantes como Henry Sabbath o que la vida les golpee con dureza cuando son tan mediocres, triunfadores y peligrosos como el Sueco Levov.

Equilibrios y desequilibrios que se deleznan cuando al cerrar sus libros uno se queda tan tonto o más de lo que era antes de leerlo: la poderosa corriente que fluye de su literatura tiene algo de faulkneriana, uno solo puede quedarse perplejo y asentir ante lo que se le viene encima: «¿Y no será que las cosas son más complicadas de lo que tú crees?». Es algo que se olvida muy fácilmente, sobre todo en una sociedad en la que ante cualquier pregunta surgen diez psicomagos, veinte políticos, cuarenta y cinco taxistas y algunos catedráticos menos para exponer respuestas fáciles que contentan a todos.

El Sueco Levov de Pastoral, el comunista iracundo Ira Ringold, todos los decadentes idealistas que pululan por sus páginas rinden culto al monismo de la idea: son buenos, no dudan, creen que todo es explicable, todo es racional y abarcable. Hasta que la violenta realidad golpea altanera sus convicciones, que pasaban por naturales, y de repente se revelan como un acto más de socialización ideológica que los tenía confundidos.

Si Kabawata decía de Mishima que su capacidad para encontrar las palabras y definir imágenes y construir caracteres era tan «milagrosa» que no alcanzaba a entender cómo él poseía el Nobel y Mishima no, parece un tanto ob skena que Roth no cuente ya con él. Para todos los públicos, en casi todos los ámbitos y géneros, Roth es uno de los valores intelectuales de este inicio de siglo XXI y siempre habrá que lamentarse cuando abandone este siglo, y este mundo, y a gente como él, Stanislav Lem, Kurt Vonnegut, Doris Leesing (solo muy al final de su carrera se le ha reconocido), etc. se les haya considerado poco menos que la advenediza clase burguesa intelectual de sus respectivas sociedades sometida siempre a los fatuos arranques de genialidad bufonesca de los Carlos Argentinos Daneris o Godards de turno. Glups.

Me gustaNo me gustaFecha: 21/06/2014 21:50 // Votos: 0 // Karma: 6
 
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Para el libro: PLATAFORMA"

#2

LAS PARTÍCULAS ELEMENTALES QUE SELECCIONAN LECTORES

En literatura hay un estadio muy difícil de alcanzar que imbrica la excelencia en el uso del lenguaje y sus formas y contenidos con aquello que resaltaba Heidegger y que llamaba «la máxima concentración», aquello que es inefable y que resiste impertérrito a la ingenuidad de las investigaciones académicas, lo que impide acceder al lenguaje cuando se encuentra en estado de máxima concentración, cuando es «la totalidad del ser», es decir, impide acceder a la literatura. Toda visión dogmática (y el racionalismo también puede serlo) excluye el «misterio», su condición intermedia entre la espiritualidad y una articulación física.

Me recomendaron a Michel Houellebecq hace años, con la advertencia de que «era muy duro, un sociólogo implacable, muy misógino», cosas así; y lo cierto es que me alegro de haberlo conocido a mi edad y con cierto criterio literario que desdeña inmediatamente los juicios morales (y aun las reflexiones éticas) y sorprenderme y aprender con perplejidad que las vueltas que se le pueden dar al arte novelesco son inagotables, pero que la necesidad de identificarse del lector con lo que está leyendo (generalmente grotesca y que lo vuelve tan manipulable que aúpa a las cumbres del mercado libros como los de Rowling, Bucay o Coelho) es también imperecedera, pero pétrea y misoneísta.

Es cierto que Houllebecq es sociólogo, y ahí acaba la información relevante que deberíamos tener sobre él: porque sus libros hablan de otra cosa. A nadie se le ocurriría creer que en Otra vuelta de tuerca, Henry James está contando los avatares de una joven criada, aunque su intención a primer nivel sea esa, o que Raymond Carver en Recolectores está muy interesado en la venta de aspiradoras a domicilio. Una amiga me preguntaba hace poco qué estadios veía en Houllebecq, porque ella solo creía ver uno. A mí me pareció, por lo pronto, que si ceñimos su lectura a lo más esencial ya tenemos dos: el primero, a nivel cutáneo, se centra en los campos de batalla ideológicos que va sembrando (el sexo, el dinero, la agresividad y la competitividad en las relaciones personales). Michel sabe que el lector quiere, necesita, catalogarlo y de ahí su extrema magnificencia: ¿quieres identificarte identificándome a mí? ¿No quieres ver al escritor sino a un trasunto tuyo como lector? Pues ahí va. Los que quieran pensar que escribe lo que escribe porque es un misógino, un marica resentido, un cornudo complaciente amargado, etc. ya tienen donde masticar.

El segundo estadio, más genérico, y destinado a aquellos que creen que la literatura es historia, o sociología, o psicología, o matemática, lo integraría lo que dice de esta sociedad: cómo es para el narrador identificado que está contando la historia el mundo en el que se desenvuelve. Y ahí está el segundo gancho con cebo que tiende a las aguas turbulentas de la mente humana: porque no es él el que está hablando, es su personaje, algo que se olvida rápidamente sumido en la vorágine demencial de repugnancia que suscita la forma de pensar de su criatura.

Y después viene el gran salto al vacío que lo convierte en un creador de talla única. La indagación en la probabilística existencial que hiciera a Kafka tan distinto, a Kundera tan distinto, a Virginia Woolf tan distinta… Houllebecq se vale de un personaje, precisamente, para evidenciar la ingenuidad del lector que necesita identificarse con algo de lo que lee y luego te va vapuleando con una indecisión o locura tras otra, con una indeterminación que llegado un punto te remueve las entrañas y te deposita en el lugar exacto en el que empezaste a leer su libro preguntándote: «¿Pero...?». No hay respuestas, por fortuna, en sus libros y las aparentes críticas sardónicas y con tintes cínicos se quedan en un velo gaseoso de captación de lectores cuya pátina gotea meses y meses sobre ti. Las partículas elementales, Ampliación del campo de batalla, Plataforma, etc. son ya clásicos literarios de un sujeto que vive y colea, inquieta y desazona, muerde y exhibe puntas de luz en la más recóndita oscuridad para luego apagarlas cuando el lector se ilusionaba. Todo lo que escribe sugiere un cabreo permanente (sobre todo con el lector) que a él le sirve para escribir el siguiente libro; por sus páginas pululan decenas de personajes que también están cabreados, pero ni saben por qué ni les importa (incluso sociólogos y psicólogos se regodean, además, de creer que tienen ciertas claves que los demás no cuando legitiman el juego macabro al que todos jugamos). Si hay que ponerle alguna pega, es la pobreza descriptiva con la que reviste a sus personajes, pues si en un momento determinado es importante para ti su aspecto físico o sus vestimentas es algo que se debería cuidar. Pero en todo caso un implacable cabronazo (escribiendo) que aún no ha dicho su última palabra.

Me gustaNo me gustaFecha: 21/06/2014 21:46 // Votos: 0 // Karma: 6
 
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